Un taxi paró en la puerta de su casa mientras Tomás ayudaba a su madre a lavar los platos del té.
_ Estoy bien acá gordo, ¿por qué no vas a ayudar a tu abuela con los bolsos?
_ Bueno má, voy.
Salió a la puerta, y la vio salir del taxi.
Nana no era la típica abuela regordeta de pelo blanco en un rodete. No señor, ella era alta y rubia, llevaba el pelo largo suelto y tenía unos ojos azules oscuros que llamaban la atención de cualquiera.Tenía arrugas en la cara, pero se notaba que había sido una mujer muy atractiva en su época, cualquiera que esa sea.
Cuando Tomy tenía seis, siete y ocho años, Nana le contaba todo tipo de historias mágicas y fantásticas. Le contaba de las hadas, los duendes, los dragones y los centauros, teniendo aventura tras aventura en algún bosque mágico, no lejos de la realidad. A Tomy le fascinaban las historias. Tanto fue así que se formó un fuerte lazo entre ambos, pues se perdían en las fantasías del joven, guiadas por su abuela.
Pero todo había cambiado ahora. Tomy estaba creciendo y resentía a su abuela por haberle regalado un mundo mágico que luego la realidad le quitaría.
_ ¡Hola Nana! Te ayudo.
_ ¡Hola Tom! ¡Pero que grande que estas! ¡Es increíble!
_ No exageres Nana.
_ No exagero, tonto. ¿Alguna novedad? ¿Me perdí de algo?
Y por lo viejos tiempos, el joven comentó a su abuela:
_ Se me cayó una pestaña hace un ratito.
_ ¿Si? ¿Y pediste un deseo?
_ Y, sí Nana. Hay algunas cosas que me dejaste de hábito.
_ Tonto, no critiques mis creencias locas. ¿Pediste algo interesante?
Tomás pensó un rato antes de contestar.
_ Sí, eso creo.
_ Te apuesto a que se te cumple...
_ No me dejan apostar.
_ Tonto.
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