El día era perfecto: el sol brillaba, no había nubes a la vista, y ella vendría a verme en unos minutos.
No hacía frío ni calor y una brisa refrescante se paseaba por la ciudad, creando sonrisas en las caras angustiadas.
En aquella plaza que ella me presentó, los árboles parecían reirse a las cosquillas del viento. Los jóvenes charlaban bajo alguna sombra y los niños jugaban a las escondidas. Los perros corrían sus freesbees y las señoras sentadas en los bancos, hablaban de la vida que habían tenido el privilegio de vivir.
Todos éramos felices, y yo especialmente porque esperaba su llegada. Entonces, un llamado.
Un ángel había muerto. Repentinamente, y sin razón lógica. Un accidente, una batalla perdida. Un ser especial perdido en la amarga realidad del mundo. Lo que ella nunca quiso ver. La maldad del hombre, la violencia injustificada.
Entonces hubo silencio por dos minutos y todo pareció detenerse.
De repente las nubes tomaron al cielo de rehén, y la brisa pareció enojarse al enterarse la noticia. El viento llevó el mensaje a los árboles quienes gritaban de pena y negaban con sus cabezas. Los jóvenes corrían alejándose de la lluvia como si fuera ácido. Las madres buscaban a sus niños y los perros corrían ahora en busca de refugio. Las señoras, con los diarios sobre sus cabezas, empezaron a emigrar el lugar.
Me quedé sólo, parado en la esquina, incrédulo y estupefacto. En unos minutos mi vida había cambiado, como también la de todo aquél que tuvo el honor de conocerla. La plaza estaba de luto. El cielo también.
Me agaché, el dolor me carcomía por dentro. De cuclillas, en medio de la lluvia, puse mis manos en mi cabeza y grité al cielo. No eran palabras, no era denuncia. No era una queja, pues ella no lo hubiese querido.
Fue el dolor que mi alma sentía, escapando de mi cuerpo para hacer lugar a lo mucho que faltaba de él. Fue la descarga involuntaria que evitó la explosión.
En ese momento, de entre las nubes el sol escapó, y un arcoíris apareció sobre los árboles. El viento perdió fuerza, la lluvia empezaba a detenerse. Los árboles se tranquilizaron, y de la oscuridad un rayo de luz apareció.
Ahora podía ver la despedida que mundo quiso darle. La perfección estaba ahí, en su plaza. Sobre los árboles que ella me enseñó a escuchar, los colores del arcoíris que le dieron luz a su vida. El arte de la naturaleza de luto, el cielo que la lloró. Los árboles que la despidieron.
Era lo que se merecía. Entonces sequé mis lágrimas con la manga de mi buzo, y sonreí al cielo. Sabiendo que ella recibiría mi sonrisa, y devolvería otra.
No hacía frío ni calor y una brisa refrescante se paseaba por la ciudad, creando sonrisas en las caras angustiadas.
En aquella plaza que ella me presentó, los árboles parecían reirse a las cosquillas del viento. Los jóvenes charlaban bajo alguna sombra y los niños jugaban a las escondidas. Los perros corrían sus freesbees y las señoras sentadas en los bancos, hablaban de la vida que habían tenido el privilegio de vivir.
Todos éramos felices, y yo especialmente porque esperaba su llegada. Entonces, un llamado.
Un ángel había muerto. Repentinamente, y sin razón lógica. Un accidente, una batalla perdida. Un ser especial perdido en la amarga realidad del mundo. Lo que ella nunca quiso ver. La maldad del hombre, la violencia injustificada.
Entonces hubo silencio por dos minutos y todo pareció detenerse.
De repente las nubes tomaron al cielo de rehén, y la brisa pareció enojarse al enterarse la noticia. El viento llevó el mensaje a los árboles quienes gritaban de pena y negaban con sus cabezas. Los jóvenes corrían alejándose de la lluvia como si fuera ácido. Las madres buscaban a sus niños y los perros corrían ahora en busca de refugio. Las señoras, con los diarios sobre sus cabezas, empezaron a emigrar el lugar.
Me quedé sólo, parado en la esquina, incrédulo y estupefacto. En unos minutos mi vida había cambiado, como también la de todo aquél que tuvo el honor de conocerla. La plaza estaba de luto. El cielo también.
Me agaché, el dolor me carcomía por dentro. De cuclillas, en medio de la lluvia, puse mis manos en mi cabeza y grité al cielo. No eran palabras, no era denuncia. No era una queja, pues ella no lo hubiese querido.
Fue el dolor que mi alma sentía, escapando de mi cuerpo para hacer lugar a lo mucho que faltaba de él. Fue la descarga involuntaria que evitó la explosión.
En ese momento, de entre las nubes el sol escapó, y un arcoíris apareció sobre los árboles. El viento perdió fuerza, la lluvia empezaba a detenerse. Los árboles se tranquilizaron, y de la oscuridad un rayo de luz apareció.
Ahora podía ver la despedida que mundo quiso darle. La perfección estaba ahí, en su plaza. Sobre los árboles que ella me enseñó a escuchar, los colores del arcoíris que le dieron luz a su vida. El arte de la naturaleza de luto, el cielo que la lloró. Los árboles que la despidieron.
Era lo que se merecía. Entonces sequé mis lágrimas con la manga de mi buzo, y sonreí al cielo. Sabiendo que ella recibiría mi sonrisa, y devolvería otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario